Aprendi a trotar en Chicureo, en caminos mal pavimentados, sin veredas, esquivando autos manejados por rabiosos impacientes y camiones al mando de desconsiderados choferes amparados en la voluminosidad de sus máquinas. Más o menos como las vicuñas, guanacos y llamas que sortean las minas enterradas para cruzar el interminable altiplano boliviano chileno.
Pero me encanta. Porque a pesar de los obstáculos, un repentino aroma de azahar puede envolverme, o todo se queda en silencio. Hay muchas rosas que adornan el camino. Casi me siento feliz.
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