Si alguna vez se te ha caído la bolita del helado justo después de la primera lengüetada, tu mejor amiga rompió tu juguete preferido cuando se lo prestaste a regañadientes, o fuiste la primera en irte del cumpleaños justo cuando empezabas a pasarla bien, entenderás más o menos mi sensación de desengaño ante la exhibición itinerante de los 50 años de la muñeca Barbie.
La ilusión de ver la muestra no partió con el anuncio, en rosado chillón y a toda página en el diario dominical, a través del que, el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago invitaba a celebrar las cinco décadas de la muñeca más famosa del mundo. No, por supuesto, viene de hace muchos años, cuando era una niña de piernas flacas y tierna imaginación, que peinaba, vestía e inventaba historias para la Barbie.
Diría que tal vez por eso, cualquier exposición habría palidecido frente a mi deslumbramiento infantil, pero sería darle demasiado crédito a los productores y auspiciadores. En realidad, cuando bajamos de la mano de Laurita –mi hija de cuatro años y dueña de algunas Barbie, a las que le encanta desvestir y bañar en el lavamanos- por los escalones de baldosa antigua hacia el sótano del Museo, demasiado amplio e iluminado para las pocas y delgadas vitrinas que por ahí parecían flotar, sentí la desilusión del helado en el suelo, del juguete roto sin remedio, de quedarte sin jugar. Si no fuera tan viejota, me habría puesto a hacer pucheros.
La actitud de Laurita fue muy elocuente. Los pedestales eran demasiado altos, así que apenas podía ver a las muñecas. Se puso entonces a corretear por el frío salón sin que ninguna de las antiguas, modernas, estilizadas, vestidas por diseñador, bronceadas, profesionales, artistas Barbie en exhibición le llamaran la atención en lo más mínimo. Más tarde le dijo a su papá: “Fue fome, no se podía tocar nada”.
Ciertamente. Aún así disfruté mirando a las muñecas a través del vidrio. Recuerdo muy bien las primeras que tuvimos (mi hermana y yo éramos fanáticas); fueron un regalo de una prima de mi mamá y llegaron en una maleta negra, con vestidos, faldas, abrigos, pelucas y zapatos. Fue una maleta mágica que hechizó mi cuarto y mi infancia.
De la mano de esas memorias, fue un deleite ver la mini, botas y pelo corto de la Barbie Twiggy, los zapatitos rojos de punta cuadrada de una Barbie de los cincuenta, como si fuera a bailar el twist o la que está vestida por Burberry en una elegante tenida tweed, incluida la cartera. En algún momento, cuando miraba a estas preciosas muñecas, de facciones delicadamente dibujadas, vestidas por Oscar de la Renta y Bob Mackie y auspiciadas por MAC, Macy’s y Swarovsky, pensé en la frivolidad de adornar a un juguete con tanto lujo mientras tantos niños mueren de hambre. Debo confesar que por comodidad e impotencia, deseché el pensamiento y seguí mirando.
A la Laurita le gustó la Barbie huasita, muñeca disfrazada con la vestimenta típica del país anfitrión. ¿Cómo se vería una Barbie con trencitas y pollera? ¿Jugando fútbol? ¿Practicando lucha libre? Sigo mirando. La Barbie California Dreamin’ está bien bronceada y la que era azafata en la colección de los setenta se convirtió en piloto de avión en los noventa y en candidata presidencial en el nuevo siglo. Pero de todas, la que más me gustó fue la muñeca Elizabeth Taylor, bellamente tallada, vestida y terminada. Tampoco olvido a Cher y a Vivian Leigh en miniatura. Mientras tanto, Laurita se diviertía subiendo y bajando por la rampa. Nos vamos, le digo. No, mamá, espera. Se va a mirar a la huasita. Logramos salir de ahí. La exhibición casi se me había olvidado mientras caminábamos por las encantadoras calles de Santiago centro, adyacentes al Cerro Santa Lucia. Hubiera puesto una gran mesa de juegos e invitado a todas las niñas a traer dos muñecas, una de regalo y otra para jugar. Además hubiera puesto peldaños en cada escaparate para que las más chicas vieran mejor y definitivamente habría quitado de las paredes esos horribles pendones rosados de plástico y puesto fotos. En eso pensaba, y en el helado caído y el juguete roto…