Martes 9 de marzo
Nada más podría decir de tanto que se ha dicho. O más aún, qué buenamente podría expresar si son otros los que han sido despojados de cuajo de la vida que confiadamente llevaban hasta la madrugada del sábado 27 de febrero.
Para mí, diez días después, el terremoto del Maule, de grado 8.8 en la escala de Richter, es un recuerdo, vívido y punzante, pero recuerdo al fin. O el umbral a una nueva realidad. Incontables como las réplicas, así han sido las sensaciones y sentimientos que a mí, como a otros, me han abrumado.
El cielo de amanecida estaba atravesado por una nube espesa de humo negro. De apariencia apocalíptica, la sensación era de frío, desamparo, incertidumbre y, para nosotros, gratitud. Estábamos enteros. De lo demás se supo de a poco, que el epicentro había sido en Cauquenes, afectando unos trescientos kilómetros de costa. Que el terremoto fue seguido de tres maremotos que arrasaron con pueblos enteros. No había luz, agua ni comunicación telefónica o vía celular. Acaso más allá de la perplejidad y la desolación, estaba el vértigo de una nueva realidad.
Viernes 12 de marzo
Anhelamos una normalidad que no va llegar. A qué rutina puedo aspirar cuando hay 500 muertos, incontables desaparecidos y cientos de miles de damnificados, viviendo en carpas huyendo a los cerros cada vez que la tierra tiembla de nuevo. Y tiembla mucho. Ayer, jueves 11, se registraron 17 temblores, y tres de ellos alcanzaron grado 6 y más. Con cada uno confirmaba el grado de afección que me ha dejado. Me fatiga la sola idea de enfrentarme otra vez al mismo padecimiento. ¿Será el mismo? ¿Será peor? Hablo, claramente, desde la oquedad. El sol de hoy dia, inútil para calentar, me otorga una feble esperanza.
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