jueves, 28 de febrero de 2008

Escarbando en la nada

Hagamos el ejercicio: una vez por día, amaestrar la voluntad, doblegarse a la escritura, aunque no tenga nada que decir. Pocas actividades rellenan mi día. Entre las pocas, salgo a trotar y disfruto de mi contacto cotidiano al aire libre. No puedo decir que entro en contacto con la naturaleza, porque troto por veredas y avenidas adornadas con lindos árboles y poco frecuentadas por automovilistas y transeúntes. Los más son los jardineros encargados de mantener esos espacios verdes, pero tanto cuando voy de ida como de vuelta, están sentados a la sombra, haciendo una pausa en su labor. ¿Será? Pero si no los he visto trabajar... ¡nunca! De cuando en cuando, mientras corro, escucho a las lagartijas corretear entre los arbustos que acompañan la vereda. A veces son pajaritos, golondrinas que revolotean entre la hojarasca. Ocurre que no tengo MP3... ¡qué desafinación! Es decir, no estoy a tono con los tiempos ni las modas. Me da lo mismo, hasta que pueda comprarme uno. Mientras tanto, mis pensamientos resuenan en mi cabeza en estéreo. A veces rezo, agradezco a Dios por las bendiciones que nos regala cada día, a mi y a mi familia. Luego imagino que estoy conversando con alguien, diciendo cosas que me quedaron pendientes y que en el fondo nunca van a decirse. Para qué, me pregunto. Algunos pensamientos y sentimientos deben permanecer enterrados, no deben expresarse nunca, para preservar amores, amistades, relaciones familiares, la vida... Y ello no es hipocresía, sino sensatez. Y bueno, luego sigo trotando, dándome ánimos y de repente ya no pienso en nada y estoy concentrada en el ritmo de mi respiración y en el esfuerzo que estoy haciendo. A veces, como hoy día, me dan ganas de saltar, como si me sintiera feliz. Aunque sea por un ratito.

lunes, 11 de febrero de 2008

entre tantos, no hay ninguno

Estoy igual que mi amiga Veris y mi cuñado Rodo: trotando. Claro que recién he comenzado hace una semana y todavía lo hago de a poquito, corriendo unos 3 o 4 kilómetros y tratando de aumentar la distancia cada vez. Además ya me compré unos kits que me van a salvar las rodillas. En cuanto a indumentaria, todavia troto como deportista pobre y esforzada. Pero ya me iré poniendo al día. Es increible la industria del consumo. Hay ropa para trotar, para el gimnasio, para hacer trekking, para ir al supermercado después de tu clase de aeróbicos, en fin. Así que he ido a un sinfín de tiendas y en todas hay shorts normales, apretados, largos, cortos, a media pierna y eso que son los de verano. Luego, en la temporada de invierno, llegarán los buzos largos. Por ahora, hay poleras sin mangas, con manga corta, modernas, clásicas, con diseños, colores pasteles y chillones, para todos los gustos. A mi me sirve la polera blanca y el short azul, para qué más, me pregunto. Pero aún para mi famélico gusto hay muchas variaciones. ¿Qué está pasando en el mundo de hoy? Es un consumismo interminable, la caja de Pandora. Lo mismo pasa con los shampoo. Hace unos años habían básicamente tres tipos de shampoo: para cabello normal, graso y seco. Hoy día me mareo con la variedad que figuran en los estantes de los supermercados y farmacias; hay shampoo para cabello rizado, rizado sin frizz, opaco, seco, quebradizo, reseco, maltratado, liso, liso extremo, hidratante, rizos hidratados, puntas secas y raíces grasas, tinturado, brillo extremo, rubios brillantes, castaños brillantes, rojos brillantes. En alguna de estas categorías entra mi pelo, pero no sé en cuál. Hasta el día de hoy no he encontrado uno que realmente me sirva. En realidad, solo quiero lavarme el pelo y que quede lindo. Y sólo quiero hacer un poco de ejercicio...

jueves, 7 de febrero de 2008

la ciudad que se me escapa entre los dedos

Algo distinto me ocurre cuando voy a trotar. Vivo en una zona rural, con calles pavimentadas a la mala, caminos de tierra, árboles y arbustos que acosan desordenadamente la pasada, asi que opto por irme a un condominio, organizado, debidamente pavimentado, limpio. Pido permiso para entrar y dar una vuelta trotando y así sigo, pero me siento extraña. He vivido tanto tiempo en la ciudad, acostumbrada a gozar de los espacios urbanos que son de uno y de todos, que me siento en cierta forma invadiendo un espacio privado. Algunos pensarán que soy una nueva vecina que llegó al condominio, que es enorme. Otros ni se darán por aludidos. No se ve a nadie en las calles. Nadie camina, nadie pasea. Los jardineros merodean por los alrededores, regando el pasto que clama por agua en los calientes días del verano. Muchos albañiles se cuelgan de los muros a medio construir. No hay nadie más. Sólo yo trotando, entorpeciendo lo que parece una silenciosa fotografía publicitaria: "ven a gozar de la paz del campo a solo 10 minutos de la ciudad". Pero pareciera que nadie goza nada en este oasis de cemento. Pareciera. Es que ahora todos nos conformamos con parecer, la vida es un espejismo, una verdad velada. Quien sabe si detrás de las paredes, escondidos en las casas, gozan de si mismos. Ya no es la ciudad a la que estoy acostumbrada, la que me pertenece y la que comparto. Y yo tampoco soy la misma. Más tarde, cuando estaba llegando a mi propio condominio, un auto manejado por un extraño aprovechó mi pasada y entró a la parcela. Lo miré y miré la placa del auto para memorizarla. Quise parar y preguntarle si buscaba a alguien. Estoy desconfiando. El auto pasó de largo a la casa del fondo. Ásí como yo cuando trotaba, pasando de largo por las casas inertes. Qué pena haber llegado a esto, una ciudadanía segregada, buscando el bienestar entre cuatro paredes. Estamos olvidándonos de vivir en sociedad. Cuánto extraño la ciudad que es mía y de todos, cuánto extraño a la Anastasia que no tenía pudor en pasear por las calles.