jueves, 26 de febrero de 2009

Una cita con Frida y Diego


Era una cita ineludible con la pareja de artistas más trascendente y controvertida en la historia del arte latinoamericano en el último siglo. “Frida y Diego, vidas compartidas”, que se exhibe en Santiago de Chile, es la muestra de las obras más emblemáticas de Frida Kahlo y Diego Rivera que se haya organizado sobre ambas figuras.

La exposición, que fue inaugurada a fines de noviembre de 2008 por los presidentes de México y Chile, fue preparada por el curador Juan Coronel Rivera, nieto de Diego, e incluye 300 piezas, entre pinturas, dibujos, fotografías, cartas, textiles y una colección de objetos precolombinos.

Verdaderamente un evento imperdible, una cita que finalmente se llevó a cabo en un caluroso día de febrero, cuando Santiago muestra su cara más amable, despojada de cientos de miles de sus habitantes que están veraneando fuera de la capital.

El ala de Diego
Pero en el Centro Cultural Palacio La Moneda, que acoge a la muestra, había un gentío. El gran patio central, rebosante de luz, contrasta con las oscuras salas de exhibición, ubicadas a los costados. Así el impacto es casi dramático cuando enfrentas al exuberante óleo “Mujer con Alcatraces”, pintado por Diego Rivera en 1942 y que se expone por primera vez fuera de México. En el lienzo, una mujer indígena, de largas trenzas que se posan en la manta de delicado tejido apenas contiene en sus brazos un ramo impresionante de blanquísimos alcatraces o cartuchos.

La obra, que según el curador demuestra la intención del artista de poner al indio y al obrero como tema principal del arte moderno, comparte espacio con otros cuadros de la etapa cubista de Diego, particular por el uso de colores vívidos y fuertes y por los motivos indígenas que le imprimía a la forma. Más tarde, Rivera abandonó el cubismo para retornar a las influencias de Cezanne y así se evidencia en su contundente cuadro “Indígena Sentada I”.

Más allá se encuentran los estarcidos o bosquejos de los murales que ahora visten el Palacio Nacional de México y cuatro murales originales, en “formato transportable”, los primeros que Diego hiciera para el Anfiteatro Simón Bolívar, con motivos religiosos y mitológicos, y que marcaron definitivamente su compromiso con el muralismo mexicano.

La debilidad por las mujeres
Los imponentes retratos de Diego se yerguen al fondo de la sala en los que asoma la maestría del pintor y acaso su apego a la tradición y la academia. Más evidente en esos magníficos lienzos, que transmiten el enamoramiento de su pincel con las formas y el color, es la eterna reverencia del artista a la belleza y sensualidad de la mujer. Según su nieto, Diego elaboró una lista con el nombre de las 56 amantes que tuvo en su vida.

Diego le hizo, en su tiempo, una confesión a la escritora Elena Poniatowska: “Tuve la suerte de amar a la mujer más maravillosa que he conocido. Ella fue la poesía misma y el genio mismo”, refiriéndose a Frida Kahlo, la mujer con quien se casó dos veces, y a quien acompañó hasta su muerte. Pero continuó diciendo: “Desgraciadamente no supe amarla a ella sola… pues he sido siempre incapaz de amar a una sola mujer”.

Una poeta visual
Veinte años menor que Diego, Frida Kahlo comenzó a pintar durante su larga y dolorosa convalecencia. Lidió, al mismo tiempo, con sus limitaciones físicas y la intensidad de un espíritu renuente a la derrota. A decir de Diego y muchos otros, fue una poeta visual que sometía las formas casi siempre perfectas a las revelaciones de sus más profundos abismos interiores.

La sala donde se exhibe la obra de Frida está, en contraste, llena de luz. Así se diluye en algo la agonía que transmite la obra más antigua que aquí se expone: “El accidente”, de 1926, único testimonio visual del accidente en tranvía que lesionó para siempre su columna y le causó interminable sufrimiento a lo largo de su vida.

Otro testimonio desgarrador de sí misma es la pintura “Hospital Henry Ford”, de 1932, que corresponde a un aborto sufrido en esa época. También se ha incluido en la exposición la reconocida obra “El Camión”, en la que configura su estética. Además se exhibe el “Retrato doble de Diego y yo”, como muestra inconfundible del porfiado amor que Frida le tenía al “panzón”.

“Quiero del tal forma a Diego que no puedo ser espectadora de su vida, sino parte”, dijo Frida. Juntos escribieron una de las historias de amor más extravagantes que se hayan conocido, plagada de devociones compartidas, infidelidades y excentricidades (en su segundo matrimonio, Frida prohibió el sexo entre ellos). Pero ello sería tema de otra curaduría.

La bomba y el caballete
Además de los magníficos óleos y dibujos, la exhibición incluye una interesante muestra de los huipiles que usaba la artista, incluyendo una serie de fotografías de Frida, que la retratan en el patio de su querida Casa Azul, en Coyoacán, convertido a poco de su muerte, en 1954, en el Museo Frida Kahlo.

No es que se haya evaporado la magia pero la cita tiene que acabar. Tampoco es la enceguecedora luz estival o el furioso calor de mediodía. Son sus cuadros y la definición que hizo André Breton sobre la obra de Frida: “Su pintura es como una bomba envuelta con un lazo de seda”. Es la versátil genialidad con la que se maneja Diego, en el mural o en el caballete. Y la perturbadora certeza que fuimos testigos de ello.

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