viernes, 21 de agosto de 2009
Saltando de frío
Solo yo siento el frío que el invierno regala en la tarde de viernes. Nadie más. La Lauri está saltando por toda la casa en polera de manga corta, falda, calcetines y capa de superhéroe. La capa es rosada, como ella. Y yo que la miro embelesada. No por la temperatura. Sino porque es bella y dulce y feliz.
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invierno
viernes, 26 de junio de 2009
Corazones negros
Dice la Laurita chiquitita
cuando nos acostamos a dormir
después de rezar, pedir, agradecer
y bendecir
Mamá, alargando la a
mi corazón -dice- es negro, ¿sabías?
Para mi el negro es triste,
sombrío, incierto, doloroso
pero no le dejo saber
Yo creo que es rosado,
todos los corazones son rosados,
le digo
Acaso lo viste, le pregunto
No, pero pienso que es negro.
Puede ser, pero yo creo que
es rosado.
Capaz, me dice.
miércoles, 17 de junio de 2009
La chinita saltarina
Este era el bichito que aquí se llama chinita y allí mariquita y más allá catarina, y que estaba saltando a la cuerda mientras un par de grillitos cantaban saludando la mañana. La primavera todavía no había brotado en todo su esplendor y el rocío no se había evaporado. La chinita pobrecita resbaló y quedó de espaldas mirando al tímido sol. El cantó cesó y los grillos saltaron para ayudar. Despacito llegó el caracol. Dieron vuelta a la chinita y se dieron cuenta que se había roto un alita, justo en medio del puntito negro coqueto que le daba distinción. ¡Qué no se enterara la chinita! Te ves bien pero tienes que hacer reposo, le dijo la enfermera. Era una babosa que con su baba le pegó el alita y el puntito volvió a verse coqueto. La chinita era valiente y no lloró. Pasaron muchas horas que a ella le parecieron varios días y la noche se hizo. Quietecita se quedó bajo las hojas generosas de un botón de oro, cuya tímida flor no se animaba a abrirse. A la chinita, la noche le pareció demasiado oscura, el cielo demasiado lejano y la brisa demasiado fría. Cerró los ojitos y trató de dormir pero habían muchos grillos cantando. Como no tuvo opción, tarareó la melodía hasta que pudo descansar. Solo despertó cuando los rayos del sol acariciaban sus alitas. Sintió alivio. Parece que la baba había pegado finalmente todo. Dudosa movió un ala, la buena. No pasó nada. Frunció la rara carita y movió el ala dañada. No pasó nada. La movió de nuevo. No pasó nada. Caminó dos pasitos y se encontró con la buena babosa que la había atendido. Se arrastraba de vuelta hacia su casa para dormir. Pero la revisó. Y le dijo, ya puedes seguir saltando. No, dijo la chinita, esperaré a que el rocío se evapore y volveré a saltar.
miércoles, 10 de junio de 2009
Todas queriamos una Barbie
Si alguna vez se te ha caído la bolita del helado justo después de la primera lengüetada, tu mejor amiga rompió tu juguete preferido cuando se lo prestaste a regañadientes, o fuiste la primera en irte del cumpleaños justo cuando empezabas a pasarla bien, entenderás más o menos mi sensación de desengaño ante la exhibición itinerante de los 50 años de la muñeca Barbie.
La ilusión de ver la muestra no partió con el anuncio, en rosado chillón y a toda página en el diario dominical, a través del que, el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago invitaba a celebrar las cinco décadas de la muñeca más famosa del mundo. No, por supuesto, viene de hace muchos años, cuando era una niña de piernas flacas y tierna imaginación, que peinaba, vestía e inventaba historias para la Barbie.
Diría que tal vez por eso, cualquier exposición habría palidecido frente a mi deslumbramiento infantil, pero sería darle demasiado crédito a los productores y auspiciadores. En realidad, cuando bajamos de la mano de Laurita –mi hija de cuatro años y dueña de algunas Barbie, a las que le encanta desvestir y bañar en el lavamanos- por los escalones de baldosa antigua hacia el sótano del Museo, demasiado amplio e iluminado para las pocas y delgadas vitrinas que por ahí parecían flotar, sentí la desilusión del helado en el suelo, del juguete roto sin remedio, de quedarte sin jugar. Si no fuera tan viejota, me habría puesto a hacer pucheros.
La actitud de Laurita fue muy elocuente. Los pedestales eran demasiado altos, así que apenas podía ver a las muñecas. Se puso entonces a corretear por el frío salón sin que ninguna de las antiguas, modernas, estilizadas, vestidas por diseñador, bronceadas, profesionales, artistas Barbie en exhibición le llamaran la atención en lo más mínimo. Más tarde le dijo a su papá: “Fue fome, no se podía tocar nada”.
Ciertamente. Aún así disfruté mirando a las muñecas a través del vidrio. Recuerdo muy bien las primeras que tuvimos (mi hermana y yo éramos fanáticas); fueron un regalo de una prima de mi mamá y llegaron en una maleta negra, con vestidos, faldas, abrigos, pelucas y zapatos. Fue una maleta mágica que hechizó mi cuarto y mi infancia.
De la mano de esas memorias, fue un deleite ver la mini, botas y pelo corto de la Barbie Twiggy, los zapatitos rojos de punta cuadrada de una Barbie de los cincuenta, como si fuera a bailar el twist o la que está vestida por Burberry en una elegante tenida tweed, incluida la cartera. En algún momento, cuando miraba a estas preciosas muñecas, de facciones delicadamente dibujadas, vestidas por Oscar de la Renta y Bob Mackie y auspiciadas por MAC, Macy’s y Swarovsky, pensé en la frivolidad de adornar a un juguete con tanto lujo mientras tantos niños mueren de hambre. Debo confesar que por comodidad e impotencia, deseché el pensamiento y seguí mirando.
A la Laurita le gustó la Barbie huasita, muñeca disfrazada con la vestimenta típica del país anfitrión. ¿Cómo se vería una Barbie con trencitas y pollera? ¿Jugando fútbol? ¿Practicando lucha libre? Sigo mirando. La Barbie California Dreamin’ está bien bronceada y la que era azafata en la colección de los setenta se convirtió en piloto de avión en los noventa y en candidata presidencial en el nuevo siglo. Pero de todas, la que más me gustó fue la muñeca Elizabeth Taylor, bellamente tallada, vestida y terminada. Tampoco olvido a Cher y a Vivian Leigh en miniatura. Mientras tanto, Laurita se diviertía subiendo y bajando por la rampa. Nos vamos, le digo. No, mamá, espera. Se va a mirar a la huasita. Logramos salir de ahí. La exhibición casi se me había olvidado mientras caminábamos por las encantadoras calles de Santiago centro, adyacentes al Cerro Santa Lucia. Hubiera puesto una gran mesa de juegos e invitado a todas las niñas a traer dos muñecas, una de regalo y otra para jugar. Además hubiera puesto peldaños en cada escaparate para que las más chicas vieran mejor y definitivamente habría quitado de las paredes esos horribles pendones rosados de plástico y puesto fotos. En eso pensaba, y en el helado caído y el juguete roto…
La ilusión de ver la muestra no partió con el anuncio, en rosado chillón y a toda página en el diario dominical, a través del que, el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago invitaba a celebrar las cinco décadas de la muñeca más famosa del mundo. No, por supuesto, viene de hace muchos años, cuando era una niña de piernas flacas y tierna imaginación, que peinaba, vestía e inventaba historias para la Barbie.
Diría que tal vez por eso, cualquier exposición habría palidecido frente a mi deslumbramiento infantil, pero sería darle demasiado crédito a los productores y auspiciadores. En realidad, cuando bajamos de la mano de Laurita –mi hija de cuatro años y dueña de algunas Barbie, a las que le encanta desvestir y bañar en el lavamanos- por los escalones de baldosa antigua hacia el sótano del Museo, demasiado amplio e iluminado para las pocas y delgadas vitrinas que por ahí parecían flotar, sentí la desilusión del helado en el suelo, del juguete roto sin remedio, de quedarte sin jugar. Si no fuera tan viejota, me habría puesto a hacer pucheros.
La actitud de Laurita fue muy elocuente. Los pedestales eran demasiado altos, así que apenas podía ver a las muñecas. Se puso entonces a corretear por el frío salón sin que ninguna de las antiguas, modernas, estilizadas, vestidas por diseñador, bronceadas, profesionales, artistas Barbie en exhibición le llamaran la atención en lo más mínimo. Más tarde le dijo a su papá: “Fue fome, no se podía tocar nada”.
Ciertamente. Aún así disfruté mirando a las muñecas a través del vidrio. Recuerdo muy bien las primeras que tuvimos (mi hermana y yo éramos fanáticas); fueron un regalo de una prima de mi mamá y llegaron en una maleta negra, con vestidos, faldas, abrigos, pelucas y zapatos. Fue una maleta mágica que hechizó mi cuarto y mi infancia.
De la mano de esas memorias, fue un deleite ver la mini, botas y pelo corto de la Barbie Twiggy, los zapatitos rojos de punta cuadrada de una Barbie de los cincuenta, como si fuera a bailar el twist o la que está vestida por Burberry en una elegante tenida tweed, incluida la cartera. En algún momento, cuando miraba a estas preciosas muñecas, de facciones delicadamente dibujadas, vestidas por Oscar de la Renta y Bob Mackie y auspiciadas por MAC, Macy’s y Swarovsky, pensé en la frivolidad de adornar a un juguete con tanto lujo mientras tantos niños mueren de hambre. Debo confesar que por comodidad e impotencia, deseché el pensamiento y seguí mirando.
A la Laurita le gustó la Barbie huasita, muñeca disfrazada con la vestimenta típica del país anfitrión. ¿Cómo se vería una Barbie con trencitas y pollera? ¿Jugando fútbol? ¿Practicando lucha libre? Sigo mirando. La Barbie California Dreamin’ está bien bronceada y la que era azafata en la colección de los setenta se convirtió en piloto de avión en los noventa y en candidata presidencial en el nuevo siglo. Pero de todas, la que más me gustó fue la muñeca Elizabeth Taylor, bellamente tallada, vestida y terminada. Tampoco olvido a Cher y a Vivian Leigh en miniatura. Mientras tanto, Laurita se diviertía subiendo y bajando por la rampa. Nos vamos, le digo. No, mamá, espera. Se va a mirar a la huasita. Logramos salir de ahí. La exhibición casi se me había olvidado mientras caminábamos por las encantadoras calles de Santiago centro, adyacentes al Cerro Santa Lucia. Hubiera puesto una gran mesa de juegos e invitado a todas las niñas a traer dos muñecas, una de regalo y otra para jugar. Además hubiera puesto peldaños en cada escaparate para que las más chicas vieran mejor y definitivamente habría quitado de las paredes esos horribles pendones rosados de plástico y puesto fotos. En eso pensaba, y en el helado caído y el juguete roto…
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lunes, 25 de mayo de 2009
Anastasia estaba vestida para salir. De vestido largo, color discreto, no vaya a ser que llame la atención de algún caballero indebido, desentendido, maleducado, tacos altos, pelo suelto, mirada tímida, sonrisa cautelosa, temerosa. Pobre Anastasia, toda la vida se había debatido entre pensar menos y actuar más. Ser más espontánea y menos temerosa. Si al final, racionalizaba Anastasia, la vida se pasa en un milisegundo. Pero esa tendencia en ella era más fuerte. Recordaba, dilucidaba, tamizaba cada acción, dicho y sentimiento, pasándolo todo bajo un severo e inmisericorde escrutinio. Si, esa noche Anastasia estaba vestida para salir.
lunes, 18 de mayo de 2009
Benedetti se fue
Entre tanto homenaje, el mío corre desapercibido. La verdad no tengo ni un libro de Mario, pero he aprendido a apreciarlo y quererlo a través de mi hermana, que he sentido mucho su partida. Y hoy dia, en busca desenfrenada de las palabras que pudieran todavía atarlo a este mundo, quiero compartir este cuento en particular. Si, porque vivo en Chile y soy boliviana, porque es cierto que nacemos, vivimos y morimos con una nostalgia indecible, acechando el mar como quien persigue fantasmas. Vaya pues el cuento para quien tiene la fortuna de leerlo.
Un boliviano con salida al mar
Nunca he podido confirmarlo, pero dicen que en plena guerra de las Malvinas le preguntaron a Borges qué solución se le ocurría para el conflicto, y él, con su sorna metafísica de siempre, respondió: “Creo que Argentina y Gran Bretaña tendrían que ponerse de acuerdo y adjudicar las Malvinas a Bolivia, para que este país logre por fin su salida al mar.”
En realidad, la ironía de Borges (siempre que la cita sea verdadera) se basaba en una obsesión que está presente en todo boliviano, ese alguien que siempre parece estar acechando el horizonte en busca del esquivo mar que le fue negado. Tiene el Titicaca, por supuesto, pero el enorme lago sólo le sirve para que crezca su frustración, ya que en vez de conducirlo a otros mundos, sólo lo conduce a sí mismo.
De todas maneras, cuando algún boliviano llega al mar, aunque éste sea lejano, siempre se trata de un blanco, nunca de un indio. Hubo un indio, sin embargo, nacido junto a las minas de Oruro, que por un extraño azar pudo alcanzar el mar prohibido.
Debió ser un niño simpático y bien dispuesto, ya que una dama paceña, que estaba de paso en Oruro y pertenecía a una familia acaudalada, lo vio casualmente y se lo trajo a la capital, allá por los años cincuenta. Rebautizado como Gualberto Aniceto Morales, aprendió a leer y aprendió a servir. Y tan bien lo hizo, que cuando sus patrones viajaron a Europa, lo llevaron consigo, no precisamente para ampliar su horizonte sino para que los auxiliara en menesteres domésticos.
Así fue que el muchacho (que para ese entonces ya había cumplido quince años) pudo ir coleccionando en su memoria imágenes de mar: desde la tibieza verde del Mediterráneo hasta los golfos helados del Báltico. Cuando al cabo de un año sus protectores regresaron, Gualberto Aniceto pidió que lo dejaran viajar a su pueblo para ver a su familia.
Allí, en su pobreza de origen, en la humilde y despojada querencia, ante la mirada atónita y el silencio compacto de los suyos, el viajero fue informando larga y pormenorizadamente sobre farallones, olas, delfines, astilleros, mareas, peces voladores, buques cisternas, muelles de pescadores, faros que parpadean, tiburones, gaviotas, enormes transatlánticos.
No obstante, llegó una noche en que se quedó sin recuerdos y calló. Pero los suyos no suspendieron su expectativa y siguieron mirándolo, esperando, arracimados sobre el piso de tierra y con las mejillas hinchadas por la coca. Desde el fondo del recinto, llegó la voz del abuelo, todavía inexorable, a pesar de sus pulmones carcomidos: ¿Y qué más?
Gualberto Aniceto sintió que no podía defraudarlos. Sabía por experiencia que la nostalgia del mar no tiene fin. Y fue entonces, sólo entonces, que empezó a hablar de las sirenas.
Mario BenedettiDespistes y Franquezas (1995)
jueves, 26 de febrero de 2009
Una cita con Frida y Diego
Era una cita ineludible con la pareja de artistas más trascendente y controvertida en la historia del arte latinoamericano en el último siglo. “Frida y Diego, vidas compartidas”, que se exhibe en Santiago de Chile, es la muestra de las obras más emblemáticas de Frida Kahlo y Diego Rivera que se haya organizado sobre ambas figuras.
La exposición, que fue inaugurada a fines de noviembre de 2008 por los presidentes de México y Chile, fue preparada por el curador Juan Coronel Rivera, nieto de Diego, e incluye 300 piezas, entre pinturas, dibujos, fotografías, cartas, textiles y una colección de objetos precolombinos.
Verdaderamente un evento imperdible, una cita que finalmente se llevó a cabo en un caluroso día de febrero, cuando Santiago muestra su cara más amable, despojada de cientos de miles de sus habitantes que están veraneando fuera de la capital.
El ala de Diego
Pero en el Centro Cultural Palacio La Moneda, que acoge a la muestra, había un gentío. El gran patio central, rebosante de luz, contrasta con las oscuras salas de exhibición, ubicadas a los costados. Así el impacto es casi dramático cuando enfrentas al exuberante óleo “Mujer con Alcatraces”, pintado por Diego Rivera en 1942 y que se expone por primera vez fuera de México. En el lienzo, una mujer indígena, de largas trenzas que se posan en la manta de delicado tejido apenas contiene en sus brazos un ramo impresionante de blanquísimos alcatraces o cartuchos.
La obra, que según el curador demuestra la intención del artista de poner al indio y al obrero como tema principal del arte moderno, comparte espacio con otros cuadros de la etapa cubista de Diego, particular por el uso de colores vívidos y fuertes y por los motivos indígenas que le imprimía a la forma. Más tarde, Rivera abandonó el cubismo para retornar a las influencias de Cezanne y así se evidencia en su contundente cuadro “Indígena Sentada I”.
Más allá se encuentran los estarcidos o bosquejos de los murales que ahora visten el Palacio Nacional de México y cuatro murales originales, en “formato transportable”, los primeros que Diego hiciera para el Anfiteatro Simón Bolívar, con motivos religiosos y mitológicos, y que marcaron definitivamente su compromiso con el muralismo mexicano.
La debilidad por las mujeres
Los imponentes retratos de Diego se yerguen al fondo de la sala en los que asoma la maestría del pintor y acaso su apego a la tradición y la academia. Más evidente en esos magníficos lienzos, que transmiten el enamoramiento de su pincel con las formas y el color, es la eterna reverencia del artista a la belleza y sensualidad de la mujer. Según su nieto, Diego elaboró una lista con el nombre de las 56 amantes que tuvo en su vida.
Diego le hizo, en su tiempo, una confesión a la escritora Elena Poniatowska: “Tuve la suerte de amar a la mujer más maravillosa que he conocido. Ella fue la poesía misma y el genio mismo”, refiriéndose a Frida Kahlo, la mujer con quien se casó dos veces, y a quien acompañó hasta su muerte. Pero continuó diciendo: “Desgraciadamente no supe amarla a ella sola… pues he sido siempre incapaz de amar a una sola mujer”.
Una poeta visual
Veinte años menor que Diego, Frida Kahlo comenzó a pintar durante su larga y dolorosa convalecencia. Lidió, al mismo tiempo, con sus limitaciones físicas y la intensidad de un espíritu renuente a la derrota. A decir de Diego y muchos otros, fue una poeta visual que sometía las formas casi siempre perfectas a las revelaciones de sus más profundos abismos interiores.
La sala donde se exhibe la obra de Frida está, en contraste, llena de luz. Así se diluye en algo la agonía que transmite la obra más antigua que aquí se expone: “El accidente”, de 1926, único testimonio visual del accidente en tranvía que lesionó para siempre su columna y le causó interminable sufrimiento a lo largo de su vida.
Otro testimonio desgarrador de sí misma es la pintura “Hospital Henry Ford”, de 1932, que corresponde a un aborto sufrido en esa época. También se ha incluido en la exposición la reconocida obra “El Camión”, en la que configura su estética. Además se exhibe el “Retrato doble de Diego y yo”, como muestra inconfundible del porfiado amor que Frida le tenía al “panzón”.
“Quiero del tal forma a Diego que no puedo ser espectadora de su vida, sino parte”, dijo Frida. Juntos escribieron una de las historias de amor más extravagantes que se hayan conocido, plagada de devociones compartidas, infidelidades y excentricidades (en su segundo matrimonio, Frida prohibió el sexo entre ellos). Pero ello sería tema de otra curaduría.
La bomba y el caballete
Además de los magníficos óleos y dibujos, la exhibición incluye una interesante muestra de los huipiles que usaba la artista, incluyendo una serie de fotografías de Frida, que la retratan en el patio de su querida Casa Azul, en Coyoacán, convertido a poco de su muerte, en 1954, en el Museo Frida Kahlo.
No es que se haya evaporado la magia pero la cita tiene que acabar. Tampoco es la enceguecedora luz estival o el furioso calor de mediodía. Son sus cuadros y la definición que hizo André Breton sobre la obra de Frida: “Su pintura es como una bomba envuelta con un lazo de seda”. Es la versátil genialidad con la que se maneja Diego, en el mural o en el caballete. Y la perturbadora certeza que fuimos testigos de ello.
La exposición, que fue inaugurada a fines de noviembre de 2008 por los presidentes de México y Chile, fue preparada por el curador Juan Coronel Rivera, nieto de Diego, e incluye 300 piezas, entre pinturas, dibujos, fotografías, cartas, textiles y una colección de objetos precolombinos.
Verdaderamente un evento imperdible, una cita que finalmente se llevó a cabo en un caluroso día de febrero, cuando Santiago muestra su cara más amable, despojada de cientos de miles de sus habitantes que están veraneando fuera de la capital.
El ala de Diego
Pero en el Centro Cultural Palacio La Moneda, que acoge a la muestra, había un gentío. El gran patio central, rebosante de luz, contrasta con las oscuras salas de exhibición, ubicadas a los costados. Así el impacto es casi dramático cuando enfrentas al exuberante óleo “Mujer con Alcatraces”, pintado por Diego Rivera en 1942 y que se expone por primera vez fuera de México. En el lienzo, una mujer indígena, de largas trenzas que se posan en la manta de delicado tejido apenas contiene en sus brazos un ramo impresionante de blanquísimos alcatraces o cartuchos.
La obra, que según el curador demuestra la intención del artista de poner al indio y al obrero como tema principal del arte moderno, comparte espacio con otros cuadros de la etapa cubista de Diego, particular por el uso de colores vívidos y fuertes y por los motivos indígenas que le imprimía a la forma. Más tarde, Rivera abandonó el cubismo para retornar a las influencias de Cezanne y así se evidencia en su contundente cuadro “Indígena Sentada I”.
Más allá se encuentran los estarcidos o bosquejos de los murales que ahora visten el Palacio Nacional de México y cuatro murales originales, en “formato transportable”, los primeros que Diego hiciera para el Anfiteatro Simón Bolívar, con motivos religiosos y mitológicos, y que marcaron definitivamente su compromiso con el muralismo mexicano.
La debilidad por las mujeres
Los imponentes retratos de Diego se yerguen al fondo de la sala en los que asoma la maestría del pintor y acaso su apego a la tradición y la academia. Más evidente en esos magníficos lienzos, que transmiten el enamoramiento de su pincel con las formas y el color, es la eterna reverencia del artista a la belleza y sensualidad de la mujer. Según su nieto, Diego elaboró una lista con el nombre de las 56 amantes que tuvo en su vida.
Diego le hizo, en su tiempo, una confesión a la escritora Elena Poniatowska: “Tuve la suerte de amar a la mujer más maravillosa que he conocido. Ella fue la poesía misma y el genio mismo”, refiriéndose a Frida Kahlo, la mujer con quien se casó dos veces, y a quien acompañó hasta su muerte. Pero continuó diciendo: “Desgraciadamente no supe amarla a ella sola… pues he sido siempre incapaz de amar a una sola mujer”.
Una poeta visual
Veinte años menor que Diego, Frida Kahlo comenzó a pintar durante su larga y dolorosa convalecencia. Lidió, al mismo tiempo, con sus limitaciones físicas y la intensidad de un espíritu renuente a la derrota. A decir de Diego y muchos otros, fue una poeta visual que sometía las formas casi siempre perfectas a las revelaciones de sus más profundos abismos interiores.
La sala donde se exhibe la obra de Frida está, en contraste, llena de luz. Así se diluye en algo la agonía que transmite la obra más antigua que aquí se expone: “El accidente”, de 1926, único testimonio visual del accidente en tranvía que lesionó para siempre su columna y le causó interminable sufrimiento a lo largo de su vida.
Otro testimonio desgarrador de sí misma es la pintura “Hospital Henry Ford”, de 1932, que corresponde a un aborto sufrido en esa época. También se ha incluido en la exposición la reconocida obra “El Camión”, en la que configura su estética. Además se exhibe el “Retrato doble de Diego y yo”, como muestra inconfundible del porfiado amor que Frida le tenía al “panzón”.
“Quiero del tal forma a Diego que no puedo ser espectadora de su vida, sino parte”, dijo Frida. Juntos escribieron una de las historias de amor más extravagantes que se hayan conocido, plagada de devociones compartidas, infidelidades y excentricidades (en su segundo matrimonio, Frida prohibió el sexo entre ellos). Pero ello sería tema de otra curaduría.
La bomba y el caballete
Además de los magníficos óleos y dibujos, la exhibición incluye una interesante muestra de los huipiles que usaba la artista, incluyendo una serie de fotografías de Frida, que la retratan en el patio de su querida Casa Azul, en Coyoacán, convertido a poco de su muerte, en 1954, en el Museo Frida Kahlo.
No es que se haya evaporado la magia pero la cita tiene que acabar. Tampoco es la enceguecedora luz estival o el furioso calor de mediodía. Son sus cuadros y la definición que hizo André Breton sobre la obra de Frida: “Su pintura es como una bomba envuelta con un lazo de seda”. Es la versátil genialidad con la que se maneja Diego, en el mural o en el caballete. Y la perturbadora certeza que fuimos testigos de ello.
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jueves, 12 de febrero de 2009
Toda la vida es un ayer y todo encuentro una pérdida (JC)
No es el tipo de fechas que registro en la memoria: la muerte de Julio Cortázar, ocurrida en un día como hoy, jueves, hace veinticinco años. Eso dicen los diarios. Así me enteré y así partí en un alocado e intermitente recorrido por su literatura que durante tanto tiempo me ha colmado el alma. No puedo precisar tampoco el momento que le conocí. Estuve prendida a "Rayuela" por varios años, leyéndola primero de la manera convencional, luego según el orden recomendado por el autor. Fue una lectura dolorosa, creyéndome la Maga, traspolando esas historias a las propias que se sucedian afuera de las páginas y lejos de las palabras, muy lejos. En medio de ese frenesí, me aventuré por sus poemas, sus cuentos y otras divagaciones. Recuerdo que escuché el audio de La Casa Tomada, con la voz del propio (o impropio) Cortázar. El cuento del vampiro Duggu Van me estremece una y otra vez. La Autopista del Sur me acompaña cuando tropiezo con alguna trancadera. Hasta ahora, siendo madre, me es imposible siquiera repasar el capítulo 28 de Rayuela. Leo los mismos cuentos y los mismos poemas, de puro deleite. La fecha ya no pasará desapercibida seguramente. Pero es sólo la fecha, todo lo demás siempre regurgita.
http://www.elpais.com/articulo/opinion/plenitud/intermitente/Rayuela/elpepiopi/20090212elpepiopi_11/Tes
http://www.elpais.com/articulo/opinion/plenitud/intermitente/Rayuela/elpepiopi/20090212elpepiopi_11/Tes
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lunes, 2 de febrero de 2009
Los aperitivos de los viernes
Enough of the mistery... me fui al supermercado y estaba lleno (lo cual no es muy agradable para los "ucurrunas estacionarios" como yo) pero mientras recorriamos -Pedrito, Laurita y yo- los pasillos nos encontramos con el aperitivo preciso, el que nos habíamos antojado: carpaccio de res, doritos para los niños, queso, maní, nada espectacular pero rico.
Es una reunión especial, la que se sucede en torno al aperitivo de los viernes. Para mi es como el recogimiento, el evento que me permite dejar atrás las preocupaciones de la semana, ponerme en pausa, desacelerar el ritmo, sustraerme de las obligaciones. Me permito gozar de los niños, que ponen la música que les gusta, que cantan a gritos y bailan a rabiar... A veces también me gusta bailar con ellos. Me gusta mirar el verde del jardin en verano, sentir la brisa del verano, no hablar.
Esta vez escuchamos a Rush. A Pedro le encanta Rush, porque le gusta a su papá y quisiera comenzar a describir la cara de orgullo de Alfredo, que lo mira con inacabable ternura, mientras Pedrito baila y se contorsiona al ritmo del rock. Luego sigue Laurita, que está haciendo lo mismo que su hermano. Son tan ricos... La música se oye a todo volumen, son más de las nueve y está empezando a oscurecer. En la penumbra seguimos bailando y cantando. Qué pena que nos tenemos que ir a dormir.
Es una reunión especial, la que se sucede en torno al aperitivo de los viernes. Para mi es como el recogimiento, el evento que me permite dejar atrás las preocupaciones de la semana, ponerme en pausa, desacelerar el ritmo, sustraerme de las obligaciones. Me permito gozar de los niños, que ponen la música que les gusta, que cantan a gritos y bailan a rabiar... A veces también me gusta bailar con ellos. Me gusta mirar el verde del jardin en verano, sentir la brisa del verano, no hablar.
Esta vez escuchamos a Rush. A Pedro le encanta Rush, porque le gusta a su papá y quisiera comenzar a describir la cara de orgullo de Alfredo, que lo mira con inacabable ternura, mientras Pedrito baila y se contorsiona al ritmo del rock. Luego sigue Laurita, que está haciendo lo mismo que su hermano. Son tan ricos... La música se oye a todo volumen, son más de las nueve y está empezando a oscurecer. En la penumbra seguimos bailando y cantando. Qué pena que nos tenemos que ir a dormir.
viernes, 30 de enero de 2009
Antes que termine enero, vamos Maria Elisa, vamos, alimenta el blog...
En fin, cuando se ha ido el primer mes del año, después de unas extrañas vacaciones, de esas que comparten encanto y pena, alegría y relajo con tensión e intolerancia, ya estoy de vuelta en Santiago. Pienso que es viernes, día del aperitivo. No hay nada. ¿Qué hacemos? Definitivamente mi pega de ama de casa no me gusta tanto. Eso de estar pensando en el menú de todos los días no me vuelve loca. A lo mejor es un sentimiento común entre muchas mamás de mi generación. Uno, porque hemos estudiado y trabajado y sabemos que funcionamos en otras áreas y dos, porque nunca he tenido la costumbre de cocinar. Ciertamente, si a mi mamá le hubiera gustado, nos habría transmitido esa locura por gustar, oler, picar, mezclar, cocer, amasar, hornear, servir. Me acuerdo que mi bella amiga Veris goza con la comida. Se antoja de cosas deliciosas, parte a comprarlas, las prepara, es feliz cocinando. Claro, no lo hace todos los días. Para los fines de semana solamente. Y yo, a ver, ¿de qué me antojo hoy? Quesadillas, creo que no. Tacos, tampoco. Paté... puede ser. Panes y quesos. Puede ser. Enfilo al supermercado.
En fin, cuando se ha ido el primer mes del año, después de unas extrañas vacaciones, de esas que comparten encanto y pena, alegría y relajo con tensión e intolerancia, ya estoy de vuelta en Santiago. Pienso que es viernes, día del aperitivo. No hay nada. ¿Qué hacemos? Definitivamente mi pega de ama de casa no me gusta tanto. Eso de estar pensando en el menú de todos los días no me vuelve loca. A lo mejor es un sentimiento común entre muchas mamás de mi generación. Uno, porque hemos estudiado y trabajado y sabemos que funcionamos en otras áreas y dos, porque nunca he tenido la costumbre de cocinar. Ciertamente, si a mi mamá le hubiera gustado, nos habría transmitido esa locura por gustar, oler, picar, mezclar, cocer, amasar, hornear, servir. Me acuerdo que mi bella amiga Veris goza con la comida. Se antoja de cosas deliciosas, parte a comprarlas, las prepara, es feliz cocinando. Claro, no lo hace todos los días. Para los fines de semana solamente. Y yo, a ver, ¿de qué me antojo hoy? Quesadillas, creo que no. Tacos, tampoco. Paté... puede ser. Panes y quesos. Puede ser. Enfilo al supermercado.
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